El último

Bueno, volvió. Pero no había nada de lo que él había conocido. No reconocía el camino, ni una piedra, ni un árbol. No entendía el firmamento que se alzaba sobre él, ni la luna estaba, ni el viento. Sin duda, había retornado, todo lo indicaba con exactitud y aquello no era un sueño; pero no veía nada de lo que había conocido. Por todo ello, le dolió. Más que ninguna otra cuestión. Sintió una profunda desazón. Un extrañamiento, una pérdida inexpresable. Volver había sido una muy mala idea. Recorría lo que debía haber sido un prado. Había una cierta luz natural, reflejos y colores muy apagados. Una realidad pálida. Un silencio devastador. La ausencia de toda vida significativa. Debería comprobarlo después, se dijo. Donde se habían alzado olivos, había cuevas. En el prado, pozos inexplicables estaban. Las colinas de su juventud habían desaparecido. Profundos farallones se alzaban a media distancia. Caídas en vertical ante él. ¿Y el grillo?, ¿y el búho?, ¿los movimientos silentes de la vida serpenteando?, ¿la carrera lejana del zorro o el aletear de pájaros insectívoros en su nido?, ¿las extrañas danzas de murciélagos de caza? ¿Dónde la luz de la Luna y las constelaciones reconocibles? Extraño a todo, confuso y perdido, como el último hombre en el rincón final del mundo, nada que opinar, nada que desear, ningún valor, consciente de todo mas sin comprender nada, ajeno a la naturaleza y los hechos. Se sintió, de pronto, como el primer hombre sobre la Tierra. El último. Ignacio Escañuela Romana

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